Rio de Janeiro fue sede. Por primera vez se salía del ámbito rioplatense.
El día inaugural, 11 de mayo, en el estadio de Fluminense, el propio presidente de la República patrocinó la apertura del torneo, ante la presencia del cuerpo diplomático, delegaciones extranjeras y numerosas personalidades cariocas. Jugó Brasil y Chile, ganando el primero por goleada: 6-0. Anticipo promisorio para el local y favorito de la afición.
El 13 de mayo estuvieron frente a frente argentinos y uruguayos, en vibrante pantido, exhibiendo ambos depurada técnica y notable entusiasmo.
Los uruguayos prontamente se pusieron en ventaja, a instancias de dos goles de los hermanos Scarone, Descontó Argentina con gol de Izaguirre, y en el complemento el neto dominio de nuestra selección trajo el empate, a raíz de un corner dirigido por Calomino, que Varela, zaguero uruguayo, impulsó hacia su propia red.
Una escapada de Gradín motivó el tercer tanto oriental e injusta victoria final. Argentina hizo mucho más por la conquista.
El 18 de mayo, en el estadio del Fluminense, se enfrentaron Brasil y Argentina. Quizás entonces comenzó cierta ‘»paternidad”’ de los brasileños frente a nuestros seleccionados, que en nuestros días todavía se hace evidente.
Es algo así como un mito histórico. Brasil nos ganó 3 a 1. Argentina estuvo descartada como candidata al título cuando debió jugar frente a los chilenos, el 22 de mayo.
El triunfo argentino fue tan claro como categórico: 4 a 1. Y en la final Brasil pudo colocar su nombre en la Copa América —tras derrotar a Uruguay 1 a 0 y advertir a los rivales rioplatenses que una nueva estrella se asomaba en el cielo futbolístico sudamericano.