Así como la historia de los pueblos suele iluminarse con sus epopeyas y el ejemplo de sus mártires, de los cuales Chile puede ofrecer una generosa nómina, Colo Colo, casi en sus albores, sufrió la muerte de David Arellano, capitán del equipo y uno de sus fundadores.
Fue en Valladolid, la tarde del 3 de mayo de 1927. Los albos cumplían su primera gira internacional, tras haber jugado en Ecuador, Cuba, México y Portugal. Frente al Real Unión, a los 35 minutos del primer tiempo, disputa una pelota y el rival al caer le da un puntapié en el estómago.
El nombre del jugador español se ha perdido en la noche del tiempo. Sólo queda el testimonio doloroso de Arellano, retirado en camilla. El golpe ha dañado sus intestinos y le provoca una peritonitis.
Muere en una cama del hotel Inglaterra, rodeado del llanto de sus compañeros. Como los cadetes de la Escuela Militar que desfilaron con sus uniformes rotos en Buenos Aires, tras la tragedia de Alpatacal, Colo Colo no suspendió la gira. Siguió jugando hasta junio en España, y de ahí volvió a Sudamérica para enfrentar a equipos de Uruguay y Argentina. Pero el luto sólo anima el deseo inconsciente de cumplir con los compromisos pactados, y los resultados de los partidos ya no importan.
En Chile se ha generado un emotivo sentimiento de solidaridad hacia ese equipo y su jugador mártir, característica tan propia del chileno. Y el fútbol, incipiente en su más tarde multitudinaria popularidad, acoge incondicionalmente a Colo Colo. Después de su fundación, la muerte de David Arellano es el segundo hito más importante que perfilará la historia colocolina. Porque si bien es cierto que perdió a un gran jugador y a una gran persona, no lo es menos que ganó, para siempre, el mejor de los símbolos.
(Fuente: Colo Colo, Alma de Campeón. Autor: Adamol)