La Copa del Mundo de México 1986 no fue simplemente un torneo ganado por la Selección Argentina. Fue un fenómeno cultural, un momento épico en el que un país entero se fundió con la figura de un solo hombre: Diego Armando Maradona. Aquel campeonato no solo marcó la historia del fútbol argentino, sino que transformó para siempre la identidad del hincha, la relación con el deporte y la figura del ídolo.
Un país herido y un líder total
A mediados de los años 80, Argentina aún cargaba las cicatrices de la Guerra de Malvinas (1982), la salida de una dictadura brutal y la inflación galopante. El fútbol, como tantas veces, se convirtió en el último refugio emocional del pueblo. Y en ese escenario irrumpió Maradona, con 25 años y el brazalete de capitán, dispuesto a cambiarlo todo.
Dirigido por Carlos Salvador Bilardo, un técnico tan obsesivo como revolucionario, el equipo argentino llegó a México con más dudas que certezas. Sin embargo, Bilardo tenía una visión clara: construir un equipo a la medida de Maradona. Rodearlo de guerreros, de jugadores solidarios, de piezas tácticas capaces de sostener al genio.
Y así fue. Con Pumpido en el arco; Brown, Ruggeri y Cuciuffo en la zaga; Burruchaga, Batista, Enrique y Valdano como engranajes, y Maradona como solista de orquesta, Argentina construyó un fútbol sólido, eficaz, y por momentos celestial.
El gol de todos los tiempos
El Mundial fue avanzando y Argentina fue creciendo. Pero todo cambió para siempre el 22 de junio de 1986. En cuartos de final, el rival era nada menos que Inglaterra. El contexto: apenas cuatro años después de la guerra. Lo que sucedió ese día es ya materia de leyenda.
Maradona marcó dos goles que dividieron la historia del fútbol. El primero, con la mano. “La Mano de Dios”, dijo después, como si lo divino también tuviera picardía. El segundo, apenas cuatro minutos después, fue la obra de arte más célebre del deporte: 62 metros, 10 segundos, 5 rivales eliminados, y un país entero que explotó en llanto, alegría y delirio.
Ese gol no fue solo una maravilla técnica. Fue un acto de rebelión, una reivindicación emocional, una venganza poética y una obra universal.
La consagración
Tras vencer a Inglaterra 2-1, Argentina pasó a semifinales, donde derrotó a Bélgica con otros dos goles de Maradona. Y en la final, el 29 de junio, en el Estadio Azteca repleto, enfrentó a Alemania Federal.
Fue un partido dramático. Argentina se adelantó 2-0 con goles de Brown y Valdano. Pero los alemanes empataron. Parecía que la historia se escapaba. Hasta que en el minuto 83, Maradona recibió el balón en la mitad de la cancha y puso un pase quirúrgico a Burruchaga, que definió el 3-2 eterno.
Argentina se coronó campeón del mundo por segunda vez. Pero esta vez no fue solo una estrella. Fue una gesta protagonizada por el jugador más influyente que jamás haya pisado una cancha. Maradona tocó el cielo con las manos —esta vez, sin polémica— y el país se fundió en un abrazo interminable.
Más que un título: un mito nacional
El Mundial 1986 no fue un campeonato más. Fue una epopeya. Un momento en el que el fútbol argentino alcanzó su forma más pura: pasión, belleza, coraje y genio. La imagen de Maradona levantando la copa, con la camiseta número 10 y los rizos oscuros brillando al sol del DF, quedó grabada para siempre en el alma del pueblo.
Desde entonces, cada generación ha mirado hacia aquel equipo como el modelo, como el listón emocional. Y cada jugador argentino que se calza la camiseta albiceleste sabe que la sombra de Maradona 86 lo acompaña.
Fue el triunfo de lo imposible, de lo mágico, de lo inigualable.