Los ingresos económicos del Mundial de Brasil en 1950 fueron cinco veces más que los del mundial de Francia en 1938. Por estos años, el torneo estaba a las puertas de su era moderna.
Toda la atención internacional se centró la tarde del domingo 16 de julio de 1950, cuando las dos selecciones sudamericanas Brasil y Uruguay salieron a disputar la final de la Copa del Mundo.
Ya a las siete de la mañana una multitud intentaba entrar en el estadio, grupos de hinchas llegaban de todas partes la país acomañados de la música de carnaval. Todo era una fiesta, se desplegaban banderas, el único miedo que existia en el ambiente era el de no conseguir un buen lugar en el Maracana para poder distrutar de la victoria inminente.
El clima era tal, que solo el pueblo uruguayo soñaba con la posibilidad de amargarle la fiesta al dueño de casa.
Al público brasileño no le importaba en realidad que rival tenia enfrente, pues se creia que quien lo fuese estaría condenado de antemano. En ese ambiente de prematura celebración. sólo restaba conocer el tamaño de la probable goleada.
Las apuestas estaban 10-1 a favor de Brasil y poco menos que ese era el marcador que se aguardaba. Flavio Costa, el director técnico local, por el contrario, previno a sus jugadores del riesgo de subestimar a Uruguay. …. «Se equivoca quien espera un juego de exhibición -dijo Flavio Costa- porque será un partido duro'».
Los brasileños, de pantalón y camiseta de color blanco, cuello azul y escudo de la CBD, se lanzaron en tromba sobre el arco de los celestes a la orden de comienzo de mister George Reader, el juez inglés.
En las tribunas, el ruido de los 200.000 espectadores, era ensordecedor. Era la primera vez que tantas personas se han reunido otra vez en torno de un partido de fútbol. Los uruguayos respondían a la constan te presión de Brasil estrechando marcas, hombre a hombre, y Máspoli, Rodríguez Andrade y Matías González superaban, extremándose, situaciones de riesgo creadas por Zizinho, Ademir y Jair en los primeros veinte minutos de juego. Era evidente la incomodidad de los estilistas brasileños por el rígido marcaje, que los ahogaba y les impedía desarrollar plenamente su fútbol.
Uruguay conocía muy bien el juego de Brasil, con el que se había enfrentado tres veces en el año por la Copa Barón de Río Branco, con dos derrotas y una victoria. El saldo no podía considerarse negativo para los celestes, que fueron siempre visitantes y anotaron
sólo un gol menos que la selección brasileña.
Tenían instrucción de cerrarse sobre su última línea, y así lo hacían, con Julio Pérez y Schiaffino colaborando en la defensa.
Pero Uruguay era ambicioso; quería el título. «Si jugamos con miedo, Brasil nos goleará, como hizo con Suecia y España» -dijo Obdulio Varela, el capitán uruguayo a sus compañeros, con su natural autoridad- «Ya jugamos tres veces con ellos y sabemos que en Montevideo o en terreno neutral les ganaríamos siempre. Asi que a jugar como sabemos, y a ganar, que podemos conseguirlo».
Uruguay tenía desventaja de un punto, por su empate con España, y el 0-0 del primer tiempo, si bien mucho fortalecía la argumentación de Varela y desconcertaba a Brasil, no le podía significar en la práctica, de mantenerse hasta el final, más que una compensación moral por la pérdida de la Copa Rimet.
Uruguay tenia que ganar si o si.
En cuanto a los brasileños, no querían conceder a la celeste, ni el público lo admitía, la supuesta conformidad del empate- Ademir y Zizinho trenzaron una veloz combinación y, a los dos minutos de la segunda parte, marcaron el 1 a 0.
La selección celeste, lejos de decaer, y empujada por las voces de su capitán, adelantaba líneas en procura de la igualdad. Es así como en el minuto 67, Ghiggia, avanzó en campo brasileño y luego de eludir a Bigode, su marcador, el puntero amagó tirar al arco; pero envió pase hacia atrás. Schiaffino, que llegaba a la carrera, golpeó el balón con el pie derecho, colocándolo alto sobre la estirada del golero Barbosa. La final ahora estaba 1-1.
Catorce minutos más tarde se producía la jugada histórica, y mientras un sector del público parecía aceptar el empate, que bastaba a Brasil para ganar el título.
El deleantero uruguayo Ghiggia, que estaba intratable esa tarde, combinaba con Julio Pérez, desbordaba otra vez a Bigode y corría hasta la posición en que había centrado para el primer gol uruguayo. Barbosa titubeó, pues Míguez se internaba sin marcas, esperando el pase.
Pero Ghiggia vio un claro entre el primer poste y el arquero, disparó raso, para hundir la pelota en la red y decretar la remontada uruguaya por 2 a 1.
Barbosa (el arquero brasilero) tenía un talismán de la suerte, una muñeca que le había regalado su esposa y que siempre ponia en el fondo de su meta. El tiro de Ghiggia, que golpeaba mortalmen te la ilusión de Brasil, le dio de lleno. Barbosa, desolado, rompió la muñeca y la arrojó fuera del campo.
El tiempo restante fue de desesperada ofensiva brasileña y segura defensa uruguaya.
Alguien tuvo que darle a Jules Rimet el nombre de los jugadores uruguayos, pues en la lista original estaban los brasileños, a los que el presidente de la FIFA esperaba entregar uno a uno las medallas. Rimet, apareció en el campo de juego, y tan desconcertado como los jugadores y fanáticos locales, le entregó la Copa a Varela sin pronunciar ninguna palabra, y se alejó.
En medio de los festejos, los jugadores uruguayo quedaron muy conmocionados por el llanto y la tristeza que reinaba a su alrededor.
Brasil nunca perdonó a su arquero Barbosa, a quien culpó por la derrota, y su selección jamás volvió a vestir la casaca blanca que lució aquel 16 de julio de 1950.
Para el apasionado pueblo brasileño, esta tarde inmortalizada bajo el nombre de «maracanazo» fue la jornada más triste del siglo veinte, y tal vez, de toda su historia, incluso hasta hubo suicidios. Aunque muchos años después, la derrota ante Alemania en el 2014 por 7 a 1 , nuevamente en tierras brasileras, puede llegar a estar al mismo nivel de tristeza.
Para los uruguayos, no menos adictos a la religión del fútbol, la de mayor gloria. Uruguay ha otorgado su máxima admiración a los héroes del Mundial de 1950 que, junto a más antiguos campeones, los de Colombes, Amsterdam y Montevideo, el pais tiene por paradigma de una fuerza supuestamente esencial de su pueblo.
La selección brasileña no volvió a jugar un sólo partido internacional. Recién el 28 de febrero de 1954 enfrentó a Chile en un partido clasificatorio para el Mundial del 54. Brasil ya sin la camiseta blanca, comenzo a vestir la actual, amarilla con el cuello y el ribete de las mangas verdes. Precisamente ése es el origen de que ahora a los jugadores de Brasil se les llame también los canarinhos.
Cuatro años más tarde, otra final de una Copa del Mundo, en este caso Suiza 1954, marcaria un hito en la historia del fútbol. La final que se tituló: «El milagro de Berna»