El segundo Sudamericano fue organizado y también ganado por Uruguay. Argentina jugó en este torneo, su primer partido contra Brasil, el 3 de octubre.
En aquellas épocas, quienes intervenían en este tipo de competencias internacionales arribaban al país sede con muy poco tiempo de anticipación. El indispensable para dormir apenas unas horas. La delegación argentina viajó hasta la vecina orilla todas las veces que le fueron necesarias. Iba, jugaba y regresaba, los jugadores aficionados no se podían dar el lujo de abandonar temporariamente sus respectivos trabajos.
Este primer partido se realizó en la cancha del Parque Central, que fue especialmente remodelada para este certamen. El juego en sí tuvo dos fases completamente distintas. En los ´45 iniciales el equipo brasileño actuó con mucho brillo, por lo que su victoria se descontaba, más viendo lo mal que se desenvolvía la defensa argentina. Sin embargo, al reanudarse la lucha, nuestro equipo experimentó un cambio radical, transformando el 1-2 en un categórico 4 a 2. Acorraló a su ocasional adversario contra su propia área.
Los brasileños, en sólo dos oportunidades acercaron algún peligro hasta la valla del cada vez más seguro Carlos Isola.
Pasados tres días, el 6 de octubre, Argentina enfrentó a su segundo contrincante de este campeonato, Chile, en la cancha oficial de la Comisión de Educación Física. El encuentro fue relativamente bueno. Contrariamente a lo que se preveía, el equipo argentino, que se había lucido ante los brasileños, especialmente en el segundo período, se mostró muy flojo, dejando ciertas dudas de su real poderío. Sobre todo en defensa. Como era casi una costumbre, Isola fue otra vez una de las principales figuras, junto a Olazar. El «oalkeeper» (tal la antigua denominación) realizó atajadas magistrales, elogiadas por la crítica especializada. Por su parte, el centro half hizo gala de su tenacidad.
El 1 a O con que la Argentina se despidió del escenario no fue lógico, ya que los trasandinos desperdiciaron excelentes ocasiones para igualar. Lo que hubiera premiado su incansable trajinar.
Por último, el 14 del mismo mes, Argentina y Uruguay, que llegaron a este compromiso igualados en las posiciones, definieron la supremacía en este segundo Sudamericano. La delegación argentina, en su ida a Montevideo, sufrió un sinnúmero de contratiempos, que mermaron su rendimiento físico. Recién arribó a la capital uruguaya a las ocho y media de la mañana del mismo día del partido, es decir, a escasas horas en que Livingston hizo sonar el silbato por primera vez. Un vapor los condujo hasta Colonia, adonde llegaron a las 2 y 30 de la madrugada, y allí abordaron un tren expreso hasta Montevideo.
Para esta gran final se vendieron casi 29.000 boletos, pero fueron unas 45.000 personas las que la vieron. 16.000 se situaron en las lomas cercanas a la cancha del Parque Central.
El partido, salvo uno que otro detalle, pudo calificarse de entretenido, con pasajes muy buenos y dos etapas bien caracterizadas. Sin dudas, Uruguay y Argentina poseían el mejor fútbol de Sudamérica.
En el primer tiempo, tras un buen comienzo del visitante, el equipo local se adueñó de la pelota y del terreno, creando claras posibillidades de gol. Dominio que efectivizó hasta que Scarone, a los 14 minutos del complemento, obtuvo el gol, que a la postre sería el del triunfo. A partir de ese preciso instante, el equipo argentino, a pesar de que sus jugadores no podían disimular en sus rostros el cansancio, por el desgastador via. je de la noche anterior, sacó fuerzas hasta de donde no tenía y arrinconó contra Saporití al conjunto celeste. Argentina perdió, sí, pero actuó tan bien o en forma superior a su vencedor. Isola, Olazar y Ohaco fueron sus mejores valores. Una vez concluido el cotejo, el público invadió frenéticamente el field y agredió a varios jugadores argentinos.
De estos vehementes ataques, los más dañados resultaron Martín y Matozzi. La actuación del juez Chileno Livingston fue por demás mediocre, y uno de los porqués de la derrota argentina.
Finalmente, a las 11 de la noche de aquel 14 de octubre de 1917, la delegación argentina emprendió su vuelta, en tren especial hasta Colonia, para de ahí embarcarse con destino a Buenos Aires. Por segundo año consecutivo, Uruguay nos privó del festejo por la obtención de un Sudamericano.
La posición definitiva fue: Uruguay campeón, Argentina segunda, Brasil tercero, y Chile cuarto.
Solamente motivaciones extrafutbolísticas podían interrumpir la pasión, el entusiasmo y la total entrega de quienes, de un modo o de otro, eran parte del fútbol. Sudamérica, el Río de la Plata y, más estrechamente, Buenos Aires y Montevideo, se habian unldo en un imaginario eje de poderío futbolístico.